Colaboradora: Ashanti Mieres Cravioto
Para personas que nacimos, crecimos y/o vivimos en México el contacto con las artesanías es casi tan inevitable como hacer al
puesto de tacos de la esquina tu segunda casa o volverte compa con el viene-viene de la colonia. Es algo que simplemente es parte del modus vivendi de un país como el nuestro.
En menor o mayor medida, todos hemos comprado, regalado o al menos admirado alguna pieza de trabajo artesanal en nuestras vidas. Pero ¿qué es lo que hace que algunas personas queden prendadas con su magia y se vuelvan ávidos consumidores de estas obras de arte y que otros sólo las vean como una expresión más de la cultura mexicana, pero no como objeto de su consumo cotidiano o un elemento de decoración en sus hogares?
Para mi, la respuesta se puede encontrar en dos elementos: en la cultura del consumo rápido (junto con su antagónica hermana gemela el consumo local/exclusivo) y en la facilidad de adquisición.
Con respecto al primer punto se han escrito una infinidad de artículos que exploran el impacto de la globalización y el consumo rápido en las economías locales y más puntualmente en el trabajo artesanal. Por esto y en pos de no aburrir al lector, sólo quiero hacer una breve reflexión.
Si ordenáramos a las personas en términos de cuanto se valora o no un trabajo artesanal, en un extremo se encontrarían a los que han perdido el valor por lo hecho a mano, por lo que no necesariamente responde a lo que está de moda o por lo que no se encuentra en las casas que nos muestran algunas revistas de arquitectura y diseño. Ejemplos de estos personajes los vemos todos los días caminando en la calle, y en términos de sus patrones de consumo bien podrían ser ciudadanos de México, de Bolivia o de Escandinavia y no habría ni la menor diferencia. En el otro extremo, se encontrarían estos individuos que no podrían concebir su vida diaria separada de la vida del artesano. Me vienen a la mente personajes como el recién difunto pintor y genio Francisco Toledo, la activista e impulsora de las artes María Isabel Grañen Porrúa o la cantante y compositora Natalia La Fourcade.
Para los mortales que solemos encontrarnos en el poco apreciado punto medio, creo que la razón por la que nos decidamos o no a adquirir piezas de artesanía, está más relacionada con el segundo elemento: la facilidad de adquisición. Quizás valoramos una pieza por encima de su valor estético y logramos apreciar el nivel de detalle y dedicación que ponen las manos artistas en cada pieza que realizan. Quizás hasta somos de los que no regatean y pagamos el precio justo como medio de retribución a la genialidad del artesano. Sin embargo, por “x” o por “y”, muchas veces terminamos no comprándolas.
Solemos poner como excusa lo agitado de la vida moderna, que no tenemos tiempo de ir al mercado o que la tienda especializada en donde podríamos encontrar estas bellezas es absurdamente cara. Por esto o una mezcla de las anteriores terminamos comprando algo que podamos adquirir en línea o que podamos pasar a recoger en camino a la reunión familiar en casa de la tía Marta.
Cuando yo era niña, si alguien quería conseguir artesanías, tenía que emprender un viaje: desde ir a una comunidad perdida en medio de la selva en Chiapas, hasta desplazarse a su mercado más cercano: La Ciudadela en la CDMX, El Parián en Puebla, El mercado de Oaxaca entre muchos otros.
Hoy en día, gracias a iniciativas como NUUCHART, adquirir artesanías está a sólo un clic de distancia. Su plataforma no sólo cierra la distancia que existe entre el consumidor moderno y el artesano local, si no que extingue de una vez por todas nuestra ya gastada excusa de que adquirir artesanías es muy complicado.
Si alguien me hubiera dicho que a mis 30 y tantos años podría conseguir mis tan amados alebrijes sin necesidad salir de mi casa, no le hubiera creído y lo hubiera tachado de loco, como cuando me plantearon la posibilidad de que en un futuro las parejas se conocerían en aplicaciones virtuales. Y ya saben como acabó ese cuento.